martes, 29 de mayo de 2012

Hay algo en los ojos de aquellos que no miran al destino a la cara

El Universo contiene galaxias, estrellas, agujeros negros, polvo cósmico, planetas y criaturas de todo tipo. Quizá sea la mujer, para el hombre, el mayor misterio de todos. Quizá lo sea porque en ella se encuentra la mayor parte de él mismo.
Recuerdo una soleada mañana. Estaba sentado en una terraza con unos amigos. Era uno de esos primeros días soleados que anuncian la llegada del verano. La conversación transcurría por los cauces habituales y los niños pateaban los adoquines de la plaza en sus carreras. Entonces la vi.
Era preciosa. Mis ojos, convenientemente parapetados tras las gafas de sol, se posaron en ella. Había visto antes mujeres más bellas, había visto antes mujeres más atractivas. Sin embargo había algo diferente en ella, algo grácil, algún tipo de regalo divino. Quién supiera de qué se trataba.
Antes de que pudiera darme cuenta, los detalles de la escena que me rodeaba comenzaron a diluirse por los bordes. Dejé de ver a mis amigos, dejé de ver a los niños que correteaban por la plaza. Dejé de escuchar la conversación; dejé de oír siquiera y me deslicé hacia un lugar fuera del tiempo y del espacio. Dejé de existir. Durante un momento, imposible decir cuán largo, ella fue todo lo que había.
Creo que fue el vértigo lo que me hizo volver a mí.
Me pregunté, durante mucho tiempo después, qué era lo que me había sucedido, a qué se debía aquel arrobamiento absoluto que había experimentado, qué era aquella sensación tan extraña y qué era exactamente lo que había visto en aquel ser. Me di cuenta de que a veces es imposible atrapar el vacío con las manos.
En ocasiones me pregunto qué es el amor, y no puedo sino entender aquella sensación como un componente indispensable del mismo. El vértigo, la incertidumbre, la sensación de que todo se da la vuelta y ya pocas cosas tienen el sentido que tenían antes. Desde aquella experiencia estoy atento a señales como esas.
La conocí hace un par de meses. Cuando entré ella estudiaba un mapa en la pared. Es curioso, pero a veces una simple mirada sirve para conocer a las personas. O quizá me engañe, pero no importa; al menos no en este caso. Después estuvimos hablando durante horas. Cuando hablo con ella el mundo se diluye y el tiempo deja de contarse en los términos habituales. Estamos en una especie de pompa de jabón lejos de todo lo demás. Un lugar extraño.
Desde el principio dejó claro que sólo seríamos amigos, pero no sería honesto si no dijera que siempre albergué la esperanza de despertarme un día a su lado. En cualquier caso, cualquiera que fuera el capricho del destino, sentí desde el primer día que ya lo había ganado todo.
Ella venía de lejos. Tenía uno novio que la esperaba a mil kilómetros de distancia. Era joven y guapa, torpe y grácil a la vez, sencilla y auténtica. A mí me costaba no sonreír.
He conocido muchas personas con relaciones a distancia y he visto a los kilómetros devorar una y mil relaciones. En una ocasión una chica haciendo el Erasmus a mil kilómetros de su novio se iban a casar al volver. Los fines de semana salía a mirar trajes de novia. Hablaba todas las noches con su prometido.
Rompieron.
Lo vi venir desde el principio. A veces soy bueno haciendo predicciones, y en aquella ocasión fue fácil. Hay algo en los ojos de aquellos que no miran al destino a la cara. Quizá sea el tono de voz, quizá las palabras. No sé qué es pero lo veo. He pasado tanto tiempo ahí que reconozco fácilmente el lugar. 
Dicen los boleros que la distancia es olvido, y quizá estén en lo cierto. Quizá eran precisamente los boleros los que abrigaban mis esperanzas.
Quise besarla en muchas ocasiones, pero algo en mi interior me detenía. No era miedo, sino algo más sólido. Era lo mismo que me hace separar la basura o cerrar el grifo mientras me lavo los dientes: era la necesidad de construir un mundo mejor para todos.
Me doy cuenta de que, a veces, construir un mundo mejor para todos significa reunciar a armar un mundo mejor para mí. Es una sensación difícil de abrazar al principio, pero con el tiempo se me hace obvio que un mundo mejor para todos es sin duda un mundo mejor para mí. Es en esos momentos cuando mi alma se ensancha y puedo oír el rasgar de sus costuras, y siento que es posible que un día, si lo hago muchas veces, quizá el mundo entero cabrá dentro de mí.
Ayer me dijo que se había prometido.
En ocasiones la vida te da un sopapo. Es un golpe que no hace ruido ni te hace sangrar la nariz. Te quedas aturdido. Lo he experimentado antes, y sabía que después venían la rabia, una inmensa sensación de injusticia y un desagradable sentimiento de que el mundo, una vez más, da un capotazo y te deja con tres palmos de narices. Angustia, frustración.
No sentí nada de aquello. Y quedé doblemente confuso.
Es, ante todo, formidable comprobar que todavía tienes la capacidad de sorprenderte a ti mismo.
Contra todo pronóstico, sentí justicia, sentí una extraña felicidad. Sentí que el mundo, aunque yo no pudiera comprenderlo, rodaba sin duda en la dirección correcta. Tuve la certeza de que todo estaba saliendo bien.
Después me senté junto a ella.
Hay personas a las que, para mirar, debes entornar los ojos. Y lo haces y después, cuando con esos mismos ojos miras a tu alrededor, te das cuenta de que el mundo ha cambiado. En un instante. De repente todo es extraño y, de nuevo, fascinante. Hay personas que hacen que tu alma se ensanche y puedas oír el rasgar de sus costuras, y uno siente entonces que es posible que un día, si esto sucede muchas veces, quizá el mundo entero pueda caber dentro de uno.

1 comentario:

  1. Ensanchar el alma hasta que empiece a romperse, pero conseguir que el mundo quepa dentro de ti: hacía tiempo que no leía algo tan precioso.
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