jueves, 5 de enero de 2012

Liquid love: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos

A veces resulta difícil distinguir la adoración del amado de la adoración a uno mismo; se puede atisbar el rastro de un ego expansivo pero inseguro, desesperado por confirmar sus inciertos méritos por medio de su reflejo en el espejo o, mejor aún, de un adulador retrato, laboriosamente retocado. ¿No es cierto, acaso, que algo de mi valor único se le ha contagiado a la persona que yo (repito: que yo mismo, ejerciendo mi soberana voluntad y capacidad) he elegido - la que he elegido entre la multitud de personas comunes y corrientes para que sea mi - y sólo mi- compañera? En el deslumbrante brillo de la elegida, mi propia incandescencia encuentra su reflejo centelleante. Eso aumenta mi gloria, la confirma y la respalda, transmite la noticia y la prueba de mi gloria a cualquier parte donde vaya.

¿Pero puedo estar seguro? Lo estaría, si no fuera por las dudas que hacen sonar sus grilletes en el oscuro calabozo de lo no- pensado, donde las encerré con la vana esperanza de no volver a oír jamás de ellas. Reparos, recelos, la aprensión de que la virtud pueda ser defectuosa y la gloria pura fantasía... de que la distancia entre yo tal como soy y el yo verdadero que pugna por salir, pero que aún no lo ha logrado todavía, debe ser franqueada, y eso es algo muy difícil.

Mi amada podría ser una tela donde pintar mi perfección en toda su magnificencia y esplendor, ¿pero no aparecerán también manchas y borrones? Para limpiarlos, o para ocultarlos en caso de que estén muy adheridos y sea imposible eliminarlos, hay que limpiar y preparar el lienzo antes de empezar a pintar, y luego estar muy atento para asegurarse de que los rastros de la antigua imperfección no emergerán de su escondite bajo sucesivas capas de pintura. Cada momento de descanso tiene un precio, hay que restaurar y repintar sin descanso...

Ese esfuerzo infinito también es una labor amorosa. El amor estalla de energía creativa; una y otra vez esa energía se libera a través de una explosión o de un flujo constante de destrucción.

Mientras tanto, la persona amada se ha convertido en una tela. Preferentemente, una tela en blanco. Sus colores naturales se han desteñido, de modo de no alterar o desfigurar el retrato del pintor. El pintor no necesita preguntarse cómo se siente la tela allá abajo, sosteniendo toda esa pintura. Las telas de lienzo no hablan. Pero las telas humanas a veces pueden hacerlo.